Como se ha repetido hasta la saciedad, hace ahora medio siglo brota en Latinoamérica (y reverbera en España) una poco menos que insólita floración novelística. Fue un fenómeno llamativo, digamos que tuvo algo de coincidencia imprevista, pero que ya se había ido fraguando a través de algunos eminentes ejemplos anteriores. Es fácil establecer, en un somero recuento, esas oleadas consecutivas de narradores que preceden al advenimiento del ya incorregiblemente llamado boom. Me refiero a lo que podría constituir un primer linaje de grandes novelistas hispanoamericanos: José Eustasio Rivera, Rómulo Gallego, Güiraldes, Horacio Quiroga, Asturias, Roberto Arlt, Macedonio Fernández, etc. (contemporáneos todos ellos de Valle-Inclán, Azorín, Baroja.) Años después, se podría igualmente juntar una nómina de narradores que secundan las avanzadas precedentes y consolidan las venideras: Onetti, Rulfo, Borges, Arguedas, Carpentier, Múgica Laínez, Lezama… Es como si se hubiese estado preparando la eclosión de una nueva cultura literaria tanto más fecunda cuanto más enraizada en la libertad de los mestizajes lingüísticos. Y una pregunta tal vez intempestiva: ¿qué habría pasado si esos citados novelistas hubiesen disfrutado de una estrecha relación de amistad y compartido experiencias similares, incluido el vehículo editorial? ¿No se habría producido una especie de pre-boom (perdón por el palabro) con más que sobrada capacidad para aminorar el brillo del boom?
Decía Carlos Fuentes en expresión afortunada que todos los escritores en lengua española “tienen un mismo origen: el territorio de La Mancha en el que nace nuestra novela”. De acuerdo. Ese cervantino lugar de La Mancha es consecuentemente nuestra patria común, el eje maestro de nuestra lengua literaria. Si repito esa idea tan consabida es por una razón muy simple: porque cuando hablamos de nuestra lengua literaria, de nuestra literatura, ese pronombre posesivo -nuestra- debe entenderse en su más inocultable diversificación geográfica del Rey Don Pedro.
Es como si se hubiese estado preparando la eclosión de una nueva cultura literaria tanto más fecunda cuanto más enraizada en la libertad de los mestizajes lingüísticos. Y una pregunta tal vez intempestiva: ¿qué habría pasado si esos citados novelistas hubiesen disfrutado de una estrecha relación de amistad y compartido experiencias similares, incluido el vehículo editorial?
Los cultivadores de esas literaturas, estén donde estén, son justamente copartícipes de una propiedad parcelada según las normas de cada personalidad nacional. Aunque la posesión -la patria común- sea la lengua, las mismas fronteras geográficas diversifican otros tantos nutrientes expresivos ligados a sus respectivos mestizajes. Comparto en este sentido la tesis del policentrismo: nadie puede monopolizar el centro rector de esa red de variantes lingüísticas; todos los que hablamos español somos copropietarios de ese bien común. Por supuesto que existen rasgos distintivos, peculiaridades congénitas, pero la pluralidad de normas tiene aquí el valor inequívoco de una gran casa cuya unidad viene definida por el conjunto de sus distintas habitaciones.
Todas las literaturas que se escriben en una misma lengua constituyen, por tanto, un consorcio, una conjunción de herencias no necesariamente afines. Ni los naturales condicionamientos geopolíticos ni los influjos de los caracteres nacionales, perturban para nada esa operativa evidencia. Las literaturas escritas en lengua española pertenecen obviamente a una especie de condominio cultural, aun conservando sus respectivas fórmulas expresivas prestigiadas por cada tradición propia. Algo parecido a lo que el gran antropólogo cubano Fernando Ortiz denominó transculturación. Las diferencias que puedan rastrearse -pongo por caso- en el español de Colombia, Perú o Argentina, son del mismo orden teórico que las que puedan advertirse entre los distintos usos del español en Andalucía, Aragón o Asturias. Cada uno se moviliza, natural y afortunadamente, a partir de sus respectivas peculiaridades geográficas, de sus naturales mestizajes históricos.
Hasta hace poco, el diccionario era más bien parco en la definición de las voces mestizo y mestizaje, referidas sin más al cruzamiento de razas distintas y no a la confluencia de culturas. A nadie se le oculta además que la voz mestizo podía llegar a ser bastante ambigua y suscitó algunas equívocas desviaciones semánticas. Recuérdese, sin ir más lejos, que en ciertos ámbitos sociales europeos, el mestizaje dispone de una acepción de directo alcance vejatorio. Entre nosotros, sin embargo, ese concepto acabó asociándose a la convivencia de culturas o a la resultante magnánima de esa convivencia, vinculada ahora al campo ultramarino de la lengua. Un campo que debe entenderse, con óptica justiciera, como una mancomunidad, una copropiedad referida indistintamente a todos y cada uno de los hispanohablantes de veinte nacionalidades.
Las literaturas escritas en lengua española pertenecen obviamente a una especie de condominio cultural, aun conservando sus respectivas fórmulas expresivas prestigiadas por cada tradición propia. Algo parecido a lo que el gran antropólogo cubano Fernando Ortiz denominó transculturación.
Pero tal vez convenga matizar un poco esa cuestión, en especial por lo que respecta a algún que otro alarmismo sobre las corrupciones y fragmentaciones del idioma. Recuérdese que Borges respondía en un artículo, con irónica sagacidad, a las alarmas de Américo Castro sobre las graves alteraciones que éste advertía en el español rioplatense. Esos presuntos desvíos lingüísticos no suponían para Borges más que “ejercicios caricaturales”, hablas arrabaleras, tan contagiadas de impurezas -añado yo- como podían estarlo los rasgos dialectales propios de cada región peninsular. El purismo léxico remite por lo común al estancamiento de las ideas. Digamos que un purista es un racista en versión lexicológica. Aquel tan aireado manifiesto de Neruda, abogando por una poesía “impura como un traje, como un cuerpo, con manchas de nutrición y actitudes vergonzosas, con arrugas, observaciones, sueños, vigilias, profecías, declaraciones de amor y de odio...”, esa afirmación –digo- era algo más que una mera ocurrencia retórica, era toda una paladina declaración de principios. Neruda rescata de las trastiendas originarias del idioma unas palabras maltratadas por la rutina, disecadas por el rigorismo académico, y las reconstruye, las dota de una nueva y libre capacidad comunicativa. El poeta se apropia efectivamente de un aluvión de equivalencias poéticas con la realidad que incluían, aparte de una serie de elementos oriundos de la tradición, lo que podrían ser sus variantes más contaminadas de impurezas, entendiendo por impureza lo enemistado con lo convencional, con lo inerte. Qué extraordinaria lengua impura la que hablaron, pongo por caso, Pedro Páramo, Díaz Grey, el Jaguar, Aureliano Buendía, Oppiano Licario, la Maga, Artemio Cruz… Y un hecho significativo a este respecto, hubo en los primeros tiempos del boom algún lector editorial, presunto seguidor de puristas, que juzgó impublicables en España novelas luego notorias porque estaban escritas en mexicano, en peruano, en argentino. Un dictamen que quedó finalmente invalidado por su propia majadería.
Permítaseme un apunte retrospectivo. Los primeros cronistas de Indias se enfrentan a un mundo insólito por desconocido, sin ningún previo referente cultural, a una realidad maravillosa (a lo “real maravilloso”, por usar el término acuñado por Carpentier). Y crean una prosa como recién alumbrada, cuya vitalidad exuberante se correspondía con la exuberante vitalidad de las nuevas realidades. En el castellano de fines del XV, de principios del XVI, se opera algo así como una conmoción imaginativa. No había palabras para nombrar las cosas desconocidas, las sensaciones ignoradas. Como en Macondo, “el mundo era tan reciente que muchas cosas carecían de nombre”. Pero en vez de señalarlas con el dedo, se moviliza una confluencia de voces hispanas y prehispanas: todo un enriquecimiento mutuo propiciado por la invasión -por la invención, diría Vargas Llosa- de la realidad. La literatura se inyecta así sus propios tónicos verbales. El asombro ante la naturaleza inusitada posibilita el asombro de otra nueva especie de literatura más integradora. Basta releer a los grandes historiadores de Indias -Díaz del Castillo, López de Gómara, Fernández de Oviedo- para corroborar hasta qué punto la realidad de un mundo nuevo ha movilizado un nuevo enriquecimiento de la lengua. ¿Cómo referirse si no, en castellano, a los animales, plantas, alimentos, utensilios de la vida cotidiana propiedad de los indios?
El purismo léxico remite por lo común al estancamiento de las ideas. Digamos que un purista es un racista en versión lexicológica. Aquel tan aireado manifiesto de Neruda, abogando por una poesía “impura como un traje, como un cuerpo, con manchas de nutrición y actitudes vergonzosas, con arrugas, observaciones, sueños, vigilias, profecías, declaraciones de amor y de odio...”, esa afirmación –digo- era algo más que una mera ocurrencia retórica, era toda una paladina declaración de principios
Ahí se delimita teóricamente una conducta del lenguaje ante la realidad no muy distinta a la usada por los consecutivos renovadores latinoamericanos de la literatura. Pensemos en esa común cultura literaria que va, por ejemplo, de sor Juana Inés de la Cruz a César Vallejo, del Inca Garcilaso a Rubén Darío, de José Asunción Silva a Alfonso Reyes, entre los que se va estabilizando, por así decirlo, una literatura criolla, es decir, una literatura nacida en América de padres españoles. O una literatura propiamente mestiza, gestada en el cruce léxico y sintáctico de lo amerindio y lo español. En cualquier caso, se trata de un mestizaje lingüístico tan natural y prolífico como el de la sangre, similar en cierta manera al sincretismo religioso. Algo que realmente solo ocurrió -conviene reiterarlo- en el ámbito social y cultural de la conquista de América por parte de españoles y portugueses y que constituye, a no dudarlo, un paradigma histórico: el más digno fundamento de una coexistencia que prevaleció a pesar de tantos expolios culturales, atropellos doctrinarios, desmanes sin cuento. Resulta indudable además que todo eso obedeció a un proceso natural verificado a espaldas de los poderes políticos y religiosos. Ahí se fundamentan los modernos conceptos de lo multirracial como norma de conducta, pero también de lo multicultural como modelo de convivencia. El primer hispanoamericano propiamente dicho fue hijo, pongamos por caso, de un marinero de Palos de la Frontera y de una india pipil de San Salvador. A partir de ahí, el ritual de la vida de cada día, pero también el arte y la literatura, se van haciendo mestizos. Una evidencia que salta por encima de todas las demasías y despojamientos y acaba avecindándose en las páginas del derecho consuetudinario.
No se olvide que la conquista y colonización de América del Norte fue hecha por puritanos (es decir, por calvinistas ingleses y holandeses) que emigraron a la otra orilla del Atlántico con sus bagajes de pueblo elegido, predestinado a apropiarse de aquel territorio después de aniquilar a sus propietarios. Con independencia de los terribles métodos utilizados, la colonización española estaba encaminada a la expansión del Imperio y a la redención a ultranza de los indios, mientras que la anglosajona fue una empresa privada financiada por calvinistas enfrentados al poder metropolitano y escogidos por Dios para adueñarse de las tierras de unos salvajes. En contra de lo que ocurrió en otras latitudes, en Iberoamérica se acabó intercalando una sociedad española o portuguesa en otras aborígenes, generando así una sociedad paulatinamente mestiza. Para los anglosajones el término mestizo era más bien un insulto, una aberración teológica; para los españoles tenía el sentido de una prolongación natural en el nuevo mundo de sus propios mestizajes históricos. Al margen de tantas barbaries y latrocinios, el cruce de formas de vida española e indígena da origen a una nueva realidad social adosada en una nueva realidad física. Ni siquiera los copiosos argumentos sobre la destrucción de las Indias, invalidan esa evidencia. No me refiero sólo al núcleo racial de los indios sojuzgados y perplejos, sino al de los negros ferozmente esclavizados. Si antaño se hablaba en la Península en latín, en hebreo, en árabe -hasta que el castellano acaba absorbiéndolos como lengua imperial-, en Ultramar el idioma de los invasores convive con el de los invadidos -guaraní, quechua, nahuatl, araucano, maya- y el de los negros -yoruba, mandinga, carabalí-, hasta constituir ese espléndido mosaico del español hablado en Chile, en Cuba, en México, en Uruguay. Ocurrió como con algunas mezclas de vinos diferentes, esos coupagescuyo resultado final mejora la calidad de las partes. Así se volvió a revitalizar en cada caso el español, porque así lo demandaba la geografía física y humana donde se trasplantó.
La reacción contra las formas rígidas, anquilosadas, del español metropolitano no fue más que una natural reacción literaria, aparte de lo que pudiera tener de enfrentamiento político a otras tiránicas formas de colonialismo. La inflexible pureza del idioma es la antítesis del mestizaje vivificante. Como nadie ignora, un diccionario recoge, antes que las voces que las autoridades literarias avalan, las legitimadas por la frecuencia del uso popular. Y en América había multitud de palabras que tenían que integrarse necesariamente en el caudal léxico de las variantes del español que allí se hablaba. No deja de ser aleccionador, por otra parte, que muchas voces ya desusadas en España permanecieran muy vivas en ciertas zonas hispanoamericanas, no como arcaísmos sino como ejemplos lozanos de los reflujos expansivos de la lengua. Los primitivos colonos que fueron estableciéndose en el Nuevo Mundo, se llevaron con ellos sus maneras de vivir, sus fanatismos religiosos y sus tácticas de rapiña, pero también la norma lingüística que les era propia.
O una literatura propiamente mestiza, gestada en el cruce léxico y sintáctico de lo amerindio y lo español. En cualquier caso, se trata de un mestizaje lingüístico tan natural y prolífico como el de la sangre, similar en cierta manera al sincretismo religioso
El resultado de ese largo proceso de mestizajes lingüísticos se hace más notorio cuando la América hispana se escinde de la metrópoli y recorre los caminos históricos de su independencia, muchos de cuyos artífices -por cierto- eran criollos, como Bolívar, Miranda o San Martín, y muchos de cuyos herederos en la lucha por la libertad eran mestizos, como Benito Juárez, Emiliano Zapata o Porfirio Díaz. Y fue precisamente otro mestizo, Rubén Darío, el que iba a inaugurar una magistral síntesis poética que sirvió de guía a todas las poéticas surgidas en las áreas geográficas hispanohablantes. Un mestizo nicaragüense emprende una hazaña literaria que afectaría de manera decisiva al desarrollo de toda la poesía escrita en español a partir de entonces. Darío no pertenece a la otra orilla oceánica del idioma, es un depositario de nuestra lengua común que aglutina en su obra elementos de la tradición clásica española, de la aborigen centroamericana y, en este caso, de la parnasiana francesa. Ahí rebrota el sedimento integrador de una expresión poética que supuso, de hecho, el germen de toda una serie de nuevas posibilidades creadoras dentro de nuestra lengua literaria. Darío devuelve a la literatura española, en una magistral reconversión estética, lo que la literatura española había trasvasado a América.
Los andaluces Juan Ramón Jiménez y Antonio Machado, el gallego Valle-Inclán, los vascos Unamuno y Baroja, los levantinos Azorín o Gabriel Miró, el canario Tomás Morales -por ejemplo- se instalan de uno u otro modo en esa reciente tradición. Y en esa misma tradición, adaptada a su medio, comparecen los mexicanos Gutiérrez Nájera y López Velarde, los cubanos José Martí y Julián del Casal, el colombiano José Asunción Silva, el uruguayo Herrera y Reissig, el argentino Leopoldo Lugones, etc. La paulatina consolidación de nuestra literatura contemporánea -la de España y la de América- consiste precisamente en eso: en una conciencia lingüística de espléndida diversidad. Algo que también cabría referir a la poesía afroantillana -o afrohispana- de un Nicolás Guillén, un Palés Matos o un Emilio Ballagas, cuando la rítmica sonoridad de las voces negras bulle en el torrente léxico del español.
Cierto que resulta de veras fascinante atravesar ese inmenso territorio que va de la Patagonia al río Bravo, y aun penetra en Estados Unidos, y entenderse en la misma lengua dentro de su natural diversificación de matices, giros, hábitos dialectales. Esa evidencia emocionante basta para ratificar que, al margen de todos los ultrajes y expolios de la historia, las mezclas culturales que se fraguan en Ultramar propiciaron una nueva siembra lingüística que llegó a convertirse en el más fecundo logro de la presencia española en América. Asolamos, quién lo duda, civilizaciones insignes, inculcamos fanatismos e intolerancias, pero abrimos la ruta integradora de una lengua y una cultura literaria que prevaleció hasta nuestros días.
Frente a la ideología dominante y al suministro de una lengua oficialmente depauperada, los novelistas hispánicos que empiezan a publicar en la década de los 60, habían descubierto que esa lengua común necesitaba de alguna suerte de rehabilitación, de remozamiento, frente a los desgastes y anemias del inmovilismo.
(Recuerdo a este respecto una anécdota que he oído contar atribuida a otros, pero de la que también yo fui protagonista. Un día, cuando yo vivía en Colombia, viajaba con unos amigos por lo que allí llaman Tierra caliente. Nos detuvimos en una cantina y allí nos sentamos un rato, cuando el cantinero, muy respetuosamente, me preguntó si yo era español. Yo le pregunté a mi vez que en qué lo había notado. “En el dialecto”, respondió el cantinero. Un excelente compendio, en tres palabras, de la historia social del mestizaje.)
Bien. Una última apostilla. Hay un libro de Carlos Fuentes que alcanzó especial resonancia en América Latina y no demasiada en España, pese a su condición -digamos- fundacional. Me refiero, claro, a La nueva novela hispanoamericana, publicada en México en 1969. En ese libro, y aparte del dictamen general sobre los factores históricos de cambio en la narrativa en cuestión, se estudian cinco novelistas contemporáneos: Vargas Llosa, Carpentier, García Márquez, Cortázar y Juan Goytisolo. (Es significativa la inclusión de Goytisolo como correlato español del boom.) Los juicios de Fuentes a propósito de la evolución de la novela hispanoamericana tuvieron en cierta forma algo de proféticos. El autor revisita esa novelística en busca de las causas que propiciaron su apogeo y fija así un primer canon de lo que se llamaría el boom, fundamentalmente referido a la reconquista literaria de la lengua. Las circunstancias políticas en no pocos países latinoamericanos -y, por supuesto, en España- eran entonces bastante conflictivas, incluso podían llegar a ser asfixiantes. Y no por casualidad eligió Fuentes a unos escritores (son sus palabras) “que toman partido por la civilización frente a la barbarie”, enfocando así de modo unitario un fenómeno que afectó por igual a todas las literaturas escritas en lengua española.
Frente a la ideología dominante y al suministro de una lengua oficialmente depauperada, los novelistas hispánicos que empiezan a publicar en la década de los 60, habían descubierto que esa lengua común necesitaba de alguna suerte de rehabilitación, de remozamiento, frente a los desgastes y anemias del inmovilismo. Es lo que ya habían emprendido sus inmediatos antecesores: Onetti, Rulfo, Borges, Carpentier, Lezama, Arguedas, Octavio Paz, forjando una literatura que “reivindica la necesidad evidente de ser ante todo escritura”. Por encima de restricciones didácticas, de modelos anquilosados, se estabiliza una literatura –una poética- que cimenta en el lenguaje su exclusiva razón de ser.
En un angosto margen de tiempo -de 1962 a 1967- se publican La ciudad y los perros, La muerte de Artemio Cruz, Rayuela, Cien años de soledad, El peso de la noche, El lugar sin límites. Las afinidades poéticas de sus autores era tan relativa como copiosa su unánime conciencia de renovación en libertad de un lenguaje literario malgastado
Es cierto que, al margen de los condicionamientos socioculturales de cada país, no sería discreto dejar de reiterar el estímulo indirecto que supuso para la cultura literaria de Latinoamérica la triunfante revolución cubana. Como es bien sabido, en La Habana arraiga entonces una creciente atención por la literatura que estaba produciéndose en Latinoamérica. Los exponentes de lo que pronto se llamaría el boom se adhieren en aquellos primeros años 60 a los supuestos revolucionarios cubanos. La historia -y la vida- eran muy distintos entonces a lo que serían poco después. Los más o menos prolongados marasmos y trances difíciles que afectaban a un buen número de países de Latinoamérica (y por supuesto a España) acusan de pronto una agitación que conecta, a través del campo ideológico, con el literario. Desde un principio, La Habana se encarga de catapultar, con no improvisada astucia, la imagen global de unos hechos culturales hasta hacía poco diseminados, desdibujados por su propio aislamiento o sus precarias posibilidades de expansión.
En todo caso, lo que de veras promovió una creciente atracción universal fue el poderoso rango expresivo de unas pocas novelas que, aparte del natural “exotismo” temático, respondían en muy estimable medida a “una nueva fundación del lenguaje.” Frente a la obediencia a normas ya fosilizadas, ese lenguaje proponía el desacato, la afortunada reinvención de una lengua literaria instintivamente forjada en la memoria de tantos mestizajes históricos. Como bien se sabe, el eje editorial de Barcelona (con Carlos Barral a la cabeza y ramificaciones en México y Buenos Aires) hizo todo lo demás: canalizó en parte la nueva novela latinoamericana y auspició la recuperación de escritores de anteriores generaciones. En principio se trataba de cuatro o cinco narradores amigos, más o menos residentes a la sazón en Barcelona. La tiranía didáctica de los manuales canonizó sin más el retrato de los componentes del boom: García Márquez, Cortázar, Vargas Llosa, Fuentes, a veces Edward, a veces Donoso, una especie de númerus clausus que desplazaba tácitamente a otros colegas de notable personalidad, aunque a la larga también acabarían favorecidos por la onda expansiva del boom.
En un angosto margen de tiempo -de 1962 a 1967- se publican La ciudad y los perros, La muerte de Artemio Cruz, Rayuela, Cien años de soledad, El peso de la noche, El lugar sin límites. Las afinidades poéticas de sus autores era tan relativa como copiosa su unánime conciencia de renovación en libertad de un lenguaje literario malgastado. Y algo ciertamente ejemplar: esa media docena de narradores convierten en universal el español que usan los mexicanos, los limeños, los bonaerenses, los bogotanos, los santiaguinos; trasmutan en lengua literaria el habla local, a la vez que habilitan nuevas técnicas novelísticas y nuevas propuestas innovadoras. Una restauración a la que habría que ir sumando enseguida a Sergio Pitol, Cabrera Infante, Julio Ramón Rybeiro, Gómez Valderrama, Elizondo, Manuel Puig, Fernando del Paso, Bryce Echenique, etc. Es el ciclo aún inacabado del post-boom, surgido en cualesquiera de las áreas del español ultramarino. Ahí están ya, por ejemplo, sobradamente refrendados los Fernando Vallejo, Roberto Bolaño, Sergio Ramírez, Juan Villoro, Jorge Volpi, Leonardo Padura, Santiago Roncagliolo, etc. Y así hasta llegar a los más recientes propósitos generacionales de revisión estética del boom, una nueva búsqueda de empresas literarias más complejas, más libres, como pedía aquel “manifiesto del crack” que puso en circulación Jorge Volpi, o demandaba aquel otro movimiento infrarrealista en el que Roberto Bolaño hereda de Roberto Matta la idea de “volarle la tapa de los sesos a la cultura oficial”, una medida ciertamente saludable. Y por ahí andamos, a ver qué pasa.
Hay 36 Comentarios
8888, además de todo eso, ningún historicismo ha conseguido jamás rescatar un oyente de época, y teniendo en cuenta que en una época no se escuchan los mismos sonidos de la misma manera como se escuchan en otra, la pretensión de objetividad historicista está perdida por principio. Y esto no es que lo diga yo, es que lo dice el mismísimo Harnoncourt, que algo sabrá del tema.
amplificadores de válvula también, mucho más fieles que transistores. Hay tanto de los adelantos que trajeron abaratamiento pero ningún avance en calidad que nos perderíamos hablando horas.sólo se fijan en el click de un disco, que lo escuchen de la cinta master de un estudio, le lleva la delantera a cualquier consola digital de hoy. Los micrófonos ya lo escuchaban TODO hace 60 años, sólo la grabación hace la diferencia y la grabación analógica era mucho más cercana a la realidad que el digital
Por supuesto, si el purismo de la interpretación, de los instrumentos originales, si el mp3, si el wav, si la grabación analógica o digital, todo requiere oídos que noten la diferencia. El día que esto deje de ser un tema y nadie hable de ello... ese día la música clásica estará muerta y enterrada.
Por otra parte, existen elementos en toda creación artística que escapan a la transmisión en forma de conceptos. Hay cosas que no se pueden nombrar sino sólo sentir. Los mismos autores literarios saben que muchas veces no alcanzan a expresar cuanto intuyen más que piensan: lo que existe en un oscuro ámbito interior que condiciona los estados de ánimo y permite transformar el curso del tiempo en una vivencia profunda y no únicamente en un pensamiento catalogable o argumentable. Esa experiencia personal depende en gran medida de la propia biografía, claro; tiene tanto más hondura o reclama tanta mayor atención cuanto la conciencia de sí -construida a lo largo de multitud de referencias y recuerdos- hace al oyente más capaz de establecer relaciones psicológicas y culturales que depuran el fenómeno estético de su estricta actualidad.
Por todo ello, no alcanzo a comprender qué es "tener razón" en lo que se refiere al hecho artístico; como tampoco alcanzo a discernir exactamente qué se entiende por arte estandarizado. Un disco suena siempre de la misma manera pero la escucha del oyente no siempre es capaz de un mismo grado de penetración o siquiera de comprensión. Ciertamente, en gran medida la degustación del arte está hecha de intangibles y, en el acto del concierto en directo, el número de esos intangibles se multiplica pero no hay motivo alguno para que la atención puesta en una interpretación grabada depare una pobre experiencia estética porque, en no pocas ocasiones, en esos instantes se consigue focalizar sentidos y emociones con mayor concentración que en las a menudo incómodas condiciones de los auditorios y teatros. ¿Cuántos armónicos no se escaparán entre las toses y los bordones del aire acondicionado?; ¿cuántos instantes se pueden perder entre la distracción producida por la angostura de los asientos, las posturas forzadas o la vecindad de un espectador poco disciplinado?.
En definitiva, creo que la melofilia es una actitud frente al hecho sonoro y no una comunión apriorística con dogmas particulares. Pero, claro, esto es sólo una opinión.
O sencillamente nos relajamos y disfrutamos de las opciones; que incluyen escuchar las variaciones Goldberg con la belleza del sonido de un instrumento similar al original, e igualmente incluyen escuchar las variaciones Goldberg con la riqueza dinámica y polifónica de un Steinway.
O, dicho de otro modo: démosle un poco al fuelle, y veremos lo rápido que se nos pasan las tonterías.
Por otro lado, no olvidemos que van Gogh no vendió un solo cuadro en vida.
Esperemos que no terminen 5 siglos de música clásica donde comenzaron: con quintas paralelas de la edad media, el azote de ese pop y rock actual con sus piezas (canciones todas) de 3 minutos, extendida alguna, pero de estructura super básica y elemental.
Por otra parte, sí, también tengo esa grabación de Kleiber pero he de decir que me impresionó más la de Karajan.
Sobre Gould no comparto esa animadversión: todo lo excéntrico que se quiera, pero fue un pianista excepcional. Uno puede escuchar sus Goldberg como un pecado capital contra la ortodoxia historicista, pero no dejará de disfrutrarlo.
En cuanto a las oberturas de Beethoven y esa supuesta vitalidad insuperable de Furtwängler, supongo que conoce este Coriolano:
http://www.youtube.com/watch?v=Ppj6mKVhfW0
Por otra parte, como ocurre con todo artista, no es lo mismo el Karajan joven que el maduro o el provecto. Como suele suceder con muchos directores, las distintas épocas del salzburgués atraen a los melómanos según cuáles sean las afinidades estéticas de cada cuál.
Un servidor cree que le iban bien el último Haydn, el Mozart operístico y, por supuesto, Beethoven; empalagaba con el Mozart orquestal y la música barroca; dulcificaba a Stravinsky y a Bartok tanto como domesticaba a los serialistas; el impresionismo francés le cuadraba bastante bien; y hallaba su ámbito ideal en el romanticismo tardío .
En fin, que siendo sin duda uno de los mejores directores del siglo XX, no era indiscutible sino para sus devotos, que le adoraban en una suerte de veneración conscientemente -estudiadamente- fomentada por el marketing y la autopromoción.
Hace poco -unos meses- me compré unos DVDs de la edición Karajan de DG. Por supuesto, allí había de todo. Lo que más me gustó hasta casi llevarme al borde de la exaltación fueron las oberturas beethovenianas, interpretadas con una vehemencia que no he escuchado sino en Furtwängler. Sin embargo, quien quiera descubrir el verdadero carácter del artista Karajan debería buscar otro documento revelador: el ensayo de la 4ª sinfonía de Schumann editado por Europarts. Imprescindible para el que quiera descubrir lo que significa dirigir una orquesta y aun lo que significa la creación musical.
http://www.youtube.com/watch?v=8_Bd14eUhrU&feature=fvsr
O esto otro:
http://www.youtube.com/watch?v=3rM96_RS1Os
La idea sobre el arte puede ser maravillosa, su circunstancia nunca lo es tanto, y para bien o para mal, la necesita para existir. Beethoven ya tuvo que vérselas con esta contradicción. Karajan fue un maestro en entregarse a su circunstancia sin reservas y explotarla sin escrúpulos, ¡pero por favor!, también fue un gran director. Excelente en los años 50, no tan bueno en los 60, y prescindible después (increíble trayectoria, no conozco otro director que haya evolucionado de más a menos).
Y muy mal quienes critican a Alfred Schnittke (RIP 1998) diciendo que no tiene público. Claro que lo tiene, es un autor enormemente interesante. Yo mismo disfruto con su música. ¿Son pocos?: quizás, pero tampoco Beethoven suele llenar campos de fútbol, que yo sepa.
Del artículo de Prat me queda la idea vaga de que la crisis puede ser una oportunidad para la buena música. No termino de ver cómo. Todo esto debería comenzar por una educación musical digna, pero en España es muy pobre, y con la crisis lleva camino de empeorar. Partiendo de ahí, no encuentro muchas razones para ser optimista. Por otro lado el panorama global también es preocupante: las formaciones sinfónicas importantes se habían acostumbrado a vivir de las grabaciones y ese mercado está fallando. Si además fallan las subvenciones en los ámbitos donde eran el principal sostén, y España es uno de ellos, podemos estar a las puertas de un verdadero holocausto en nuestra cultura musical viva tal como la conocemos. Veremos lo que nos aguarda al otro lado del túnel, quizás no sea para ponerse tan tremendistas; de momento es alentador ver gente con ánimos para emprender nuevas iniciativas.
Juan R., KARAJAN no fue una manera de entender la música de una época, solo un producto comercial a lo Bisbal (con todos mis respetos a él), KLEMPERER o FURTWÄNGLER fueron mayores que él pero contemporáneos y sus interpretaciones diametralmente opuestas, incluso CELIBIDACHE que era algo más joven no tiene nada que ver. Yo tengo mis preferidos pero respeto a los que no (KLEIBER padre e hijo, SCHURICHT, KEILBERTH, ...) pero KARAJAN ni siquiera interpreta, dirige como lo pueda hace un programa de ordenador. Tu argumento se cae por si solo porque entonces la música clásica, toda ella es anticuada, incluso los Beatles, solo hay que oír al “Boss”. Igual que los genios de la música han sido irrepetibles (lo que no impide que me guste LENON o DYLAN), parece que los grandes directores también han muerto sin descendencia. Por suerte tenemos sus grabaciones, i que no me vengan con el cuento del directo. Por lo demás, de acuerdo como verás.
Sobre los instrumentos originales, Bach over, ya lo sé de memoria y que nadie se va a mover por muchos argumentos que se den, pero hay que exponerlos. Cierto que MOZART o BEETHOVEN hubieran escrito piezas aún más ricas de haber dispuesto los pianos que tenía LISZT, hubieran sido partituras más lisztianas sin ninguna duda. Y lo que es una realidad irrefutable es que ni uno ni otro ni el tercero escribieron nada para clave, así que los tres tenían la misma opinión que yo sobre los instrumentos originales... pero tropecientos años antes (supongo que se entiende el chiste). Paul BADURA-SKODA era un buen pianista que daba gusto oír (iba a escucharlo siempre que venía por Barcelona), pero no de “primera fila” (MICHELANGELLI, KEMPFF, GOLD sin duda, ...). Eso sí, fue un acompañante de lieder de primera fila, pero me decepcionó cuando se promocionó como defensor de instrumentos originales. ¿Porqué? por falta de humildad, por quererse distinguir por las formas ya que no podía por el fondo. Lo que decía SCHUBERT en mi primer intervención.
Sobre GOULD ¡por aquí no paso! Fue un interprete genial, pero además honesto y humilde. Nunca quiso ser más que esto cuando en realidad fue medio interprete medio compositor de variaciones. Según el argumento que defiendes de RICHTER, no deberíamos oír las variaciones sobre un tema de HAYDN de BRAHMS sino que sólo el tema original, o peor, las propias variaciones GOLDBERG de BACH. GOULD tiene todo el derecho a llevar al límite sus interpretaciones y yo le agradezco que haya duplicado tantas composiciones. ¿Has oído sus sonatas de MOZART? Pues lo suyo son pequeñas variaciones a sus sonatas de manera que ahora oigo ambas, como si tuviera dos piezas diferentes igualmente preciosas, o incluso más veces oigo las de GOULD que todas las otras interpretaciones, son dos genialidades un encima de la otra. Y sobre las GOLDBERG de GOULD (me refiero a las segundas, las de jovencito del 1955, no son “suyas”) no me canso de oírlas desde que oí su versión del 1981 cuando antes siempre me pareció una buena composición pero como tantas otras muchas de la música clásica. ¿Has oído las transcripciones de GOULD a WAGNER? Pues tú te lo pierdes, aunque no sigue en absoluto la partitura original, ni violines ni viento, solo piano que precisamente no figura en la partitura original. Por favor, hay personas normales como nosotros y genios que pueden hacer lo que quieran y solo hay que admirarlos, y claro, personas normales pero egocéntricas y presuntuosas como KARAJAN.
Sobre Oscar y también parece que Juan R. lo tiene claro, ignoro los hechos y no me decanto, pero expongo dos reflexiones. La primera de Bruckner13, una observación más que elocuente. Yo procuro hacer afirmaciones solo de lo que conozco de verdad, porqué sino, te expones a meter la pata como con el error de ABENDROTH. Lo segundo, que yo preguntaba “¿porqué tanto miedo a decir abiertamente la verdad ...” Pues si fuera fundado el juicio de oscarvf, e insisto, estoy hablando en condicional, entones sí que entendería el porqué de este miedo, por aquello de “quién este libre de culpa...”. Estamos en una mala época (tal vez ésta sea la causa última de la crisis), en todos los ámbitos las instituciones que gobiernan, directa o indirectamente, están secuestradas por mediocres que no dan la talla, cuando no corruptos (como casi todo el mundo está de acuerdo que pasa con las políticas y económicas). Incluso en las sagradas instituciones de la ciencia, pero esto es otra cuestión. Nadie se atreve a decir la verdad porqué tiene miedo a que el otro cuente la suya, no hay honestidad ni coherencia, solo intentar mantenerse arriba a cualquier precio para acumular fama o dinero.