SERIE: ¿QUÉ PROYECTO PARA ESPAÑA?
Consecuencias actuales de la guerra del Peloponeso
Durante siglos, España ha sido una sociedad pesimista, refractaria al cambio
Para su transformación, es imprescindible apoyar la innovación
EL PAIS - CÉSAR MOLINAS 9 MAR 2012 - 20:24 CET5
Sostiene el físico David Deutsch que los humanos no somos todavía inmortales porque Atenas perdió la guerra del Peloponeso. La frase se las trae, y voy a dedicar la primera parte de este artículo a analizarla con algún detalle para introducir la noción de progreso. En la segunda parte discutiré el papel del progreso, en particular el del I+D+i y de su financiación, en un proyecto de futuro para España.
Me cambié el ordenador hace poco. El viejo se había quedado obsoleto y ya no podía con los antivirus y programas de oficina de última generación. Hice una copia de todos los archivos y programas que tenía en el disco duro y la trasladé al ordenador nuevo, en donde todo volvió a funcionar a gran velocidad. En otras palabras, en 15 minutos conseguí transmigrar el alma de mi renqueante ordenador viejo a mi nuevo y flamante cuatro-núcleos. Mi ordenador tiene un alma potencialmente inmortal: basta con cambiar el hardware de vez en cuando para tenerlo siempre joven, lozano y capaz de hacer cosas nuevas de manera ilimitada.
La inmortalidad del alma no tiene por qué ser una prerrogativa exclusiva de los ordenadores. Es concebible que un proceso similar al descrito en el párrafo anterior pueda realizarse con humanos dentro de algunas generaciones. Una copia del software cerebral —los muchísimos millones de interconexiones neuronales— podría trasladarse a un cerebro nuevo que controlaría un cuerpo también nuevo que alojaría a un alma, ahora sí, inmortal. No creo que haya leyes de la física que impidan este proceso. Si no lo estamos haciendo ya es porque no tenemos el conocimiento suficiente, es decir, que el problema que tenemos es técnico. Si el progreso continúa, la solución de cualquier problema técnico es una cuestión de trabajo y de tiempo. Conseguir la inmortalidad, en el sentido dado en este párrafo, depende de la continuidad del progreso.
El progreso es una acumulación exponencial de conocimiento que resulta en una rápida sucesión de innovaciones. Hace un millón y medio de años los humanos descubrieron cómo afilar una piedra de sílex para hacer un cuchillo. Tuvo que transcurrir casi otro millón de años para que a alguien se le ocurriese que la piedra podía afilarse por los dos lados para hacer una punta de lanza. En 1903 los hermanos Wright pasaron a la historia por un vuelo de unos cien metros. Solo 13 años más tarde el Barón Rojo combatía en el cielo de Francia. En 1969, solo 66 años después de los Wright, Neil Armstrong paseaba por la Luna. Hace apenas medio siglo que sabemos de la doble hélice del ADN, y la medicina de base genética está ya muy desarrollada. Hace menos de un cuarto de siglo del primer mensaje por Internet, pero la web ya ha cambiado el mundo… Las innovaciones, fruto de la creatividad, una adaptación biológica de la especie humana, se aceleran cada vez más: se estima que en 2022 el 90% del acervo de conocimiento humano se habrá producido en la última década, o sea que aún no lo conocemos. ¿Es esta aceleración imparable? Si el progreso continúa, sí.
El progreso, como lo conocemos hoy, comienza con la Ilustración en el siglo XVIII. Se caracteriza por ser inseparablemente multidimensional —científico, tecnológico, social y moral—, potencialmente ilimitado, propio de la civilización occidental y… frágil. La fragilidad del progreso viene de que, para desarrollarse, necesita una sociedad abierta (en el sentido de Popper) y optimista (en el sentido de Deutsch). No puede haber progreso en una sociedad cerrada, regida por el principio de autoridad, en la que están estrictamente limitados los temas sobre los que puede haber debate e intercambio de ideas. No puede haber progreso en una sociedad pesimista en la que las innovaciones no son percibidas como oportunidades, sino como amenazas. El progreso necesita una sociedad abierta, de verdades provisionales, en la que se pueda debatir sobre si Dios juega a los dados, o sobre la conveniencia del matrimonio homosexual. Lo importante no es el tema, sino que pueda existir el debate. Salvo tres excepciones, todas las sociedades de la historia son y han sido sociedades cerradas y pesimistas. Las excepciones son la actual civilización occidental; la Florencia de los Médici, que fue muy efímera; y la Atenas del Siglo de Oro, cuyo optimismo fue aplastado por Esparta tras perder la guerra del Peloponeso. ¿Qué hubiera pasado si Atenas hubiese ganado la guerra? ¿Qué hubiera pasado si el optimismo ateniense se hubiese mantenido durante mucho más tiempo? Es posible soñar que el comienzo del progreso se hubiese adelantado varios siglos, que ya seríamos inmortales y que ya habríamos visitado las estrellas.
La relación de España con el progreso nunca ha sido fácil. Durante siglos la española ha sido una sociedad pesimista, refractaria a la innovación y vigilante ante los peligros que representaban las nuevas ideas que recorrían Europa. Pocos países han puesto tanto esfuerzo para evitar caer en la modernidad, y menos países aún han visto recompensado su tesón con tanto éxito. En un estudio sobre el rendimiento de la I+D publicado por la Comisión Europea a principios de febrero, España ocupa el lugar 21 entre 32 países europeos, por delante de Grecia y de Polonia, pero por detrás de Italia y Portugal. La nota media española de los 24 factores distintos analizados en el estudio no llega al 5 sobre 10, y la puntuación del factor que mide la capacidad de emprendimiento de la sociedad no llega al 2,5 sobre 10. Esto no hace más que confirmar lo que ya se sabía por otros estudios como el Pisa, para la educación, o el del Foro Económico Mundial, para la competitividad: España está atrasada. Da vértigo pensar que este diagnóstico es el mismo que el que hizo Jovellanos en el siglo XVIII, pero el atraso es un concepto relativo —los países de nuestro entorno han avanzado más—, la realidad es tozuda, y ahí estamos. Superar este atraso, incorporando a España de manera activa al flujo del progreso, debe ser el objetivo destacado de un proyecto de futuro para España que dé perspectiva a los esfuerzos necesarios para superar las dificultades del presente.
En una economía globalizada como la actual, España no tiene más remedio que apostar con decisión por la I+D+i. La alternativa es competir por costes con Vietnam o con Marruecos. Esta apuesta no es trivial, porque para conseguir resultados significativos se necesitan cambios culturales muy importantes tanto en el sector público como en el sector privado. Vayamos por partes.
A todos los gobernantes españoles, de uno u otro signo y de cualquier nivel de la Administración, se les llena la boca con expresiones rimbombantes como cambio de modelo productivo o acceso a la economía del conocimiento. Es verdad que, en tiempos de abundancia, las partidas presupuestarias de I+D+i crecen pero, en tiempos de escasez, son las primeras que se recortan. Son como las flores en el recibidor: lucen bien y causan buena impresión, pero son prescindibles. Aquí hay un grave problema de comprensión. La investigación básica y sus desarrollos necesitan mucho tiempo para madurar y precisan una financiación consistente. Debería financiarse algo menos cuando las cosas van bien —algunos créditos presupuestarios se quedan sin gastar—, pero debería mantenerse la financiación cuando los tiempos van mal. La montaña rusa a la que acaba siendo sometida la I+D+i en los presupuestos públicos españoles provoca la emigración de científicos y la ralentización de la investigación. También los incentivos públicos al sector privado están mal diseñados, como explico a continuación.
El principal estrangulamiento para la innovación en España no proviene del sector público, sino del sector privado. En el primer artículo de esta serie distinguí entre gerentes, empresarios y emprendedores. Los primeros ejecutan un plan de negocio, los segundos añaden una visión de futuro de su empresa y los terceros añaden una visión de futuro del mundo. Una clasificación semejante entre los financiadores de la actividad económica lleva a distinguir entre banqueros, banqueros de inversión y financieros. El banquero necesita garantías y, por tanto, financia solo a los gerentes y a los empresarios solventes. Los banqueros de inversión van a comisión: financian a los empresarios siempre y cuando los mercados financieros tomen el riesgo. Y los financieros financian a los emprendedores, especialmente en sus primeros pasos cuando estos últimos son, típicamente, insolventes. Los financieros arriesgan su patrimonio porque comparten la visión del emprendedor y creen que pueden hacer que el mundo cambie en la dirección propuesta. Pues bien, en España hay muchos banqueros y suficientes banqueros de inversión, pero apenas hay financieros. Este es el verdadero estrangulamiento de la innovación en España: sin financieros, Gates nunca hubiera sido Gates ni Jobs hubiera sido Jobs. En España hay emprendedores —no muchos—, pero los que hay tienen grandes dificultades para financiarse.
La escasez de financieros en España se debe a dos tipos de razones. La primera es cultural, y a lo dicho sobre ello en el primer artículo de esta serie habría que añadir el exagerado miedo al fracaso que existe en la sociedad española. Un financiero acostumbra a fracasar en un porcentaje relevante de sus inversiones, pero con las que acierta gana mucho dinero. Por esto la inversión en capital emprendedor —mal llamado en España capital “riesgo”— se hace a través de carteras diversificadas. Esto, en nuestro país, sigue sin entenderse.
La segunda razón es de incentivos. La fiscalidad que soportan los financieros en España es punitiva y disuasoria. En nuestro país los incentivos fiscales para I+D+i se canalizan como desgravaciones en el impuesto de sociedades. Para poder beneficiarse de ellas, las sociedades tienen que tener beneficios. Esto ocurre en las grandes inversoras en tecnología, como Telefónica, Indra y otras, pero no ocurre en los comienzos (start-up) de una empresa tecnológica innovadora. Este tipo de empresas, esenciales para impulsar la innovación, pueden tardar varios años en tener beneficios o en ser vendidas con beneficios para sus financieros. Estos últimos están discriminados respecto a las empresas grandes y deberían ser incentivados con un régimen de transparencia que hiciese llegar a sus bases imponibles los créditos fiscales que generan sus inversiones. Este régimen podría extenderse, como ocurre en Francia y otros países de nuestro entorno, a las personas físicas. Esto no sería ningún privilegio: tan solo les igualaría con los incentivos a la I+D que reciben las empresas consolidadas. El ministro de Hacienda debería reflexionar muy seriamente sobre esta propuesta. Tal y como espero haber explicado en este artículo, nada menos que la inmortalidad del alma puede acabar dependiendo de las decisiones que adopte.
César Molinas, matemático y economista, es barcelonés de nacimiento y madrileño de adopción. Ha sido académico, gobernante y banquero de inversión. Actualmente se dedica al capital-riesgo en biomedicina y a la consultoría.
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