lunes, 26 de marzo de 2012

I+D+E+i+e

¿QUÉ PROYECTO PARA ESPAÑA? / 4

I+D+E+i+e

España no tiene más opción que acumular el capital humano necesario para no quedar descolgada para siempre de los países que lideran la construcción de la economía del conocimiento


Uno de los trabajadores de la empresa ABCR Labs en Forcarei (Pontevedra) / PATRICIA SANTOS
En las tres primeras entregas de esta serie he argumentado que, para salir de la crisis actual, que será más larga de lo que muchos imaginan, España necesita un proyecto de futuro que sea capaz de motivar y cohesionar a la ciudadanía. Alemania comenzó el ajuste al euro y a la caída del Muro en 1998. Portugal está haciendo un ajuste dramático bajo tutela internacional. Estos dos países tienen una gran cohesión nacional, lo que asegura poca resistencia social a los ajustes, aunque en ambos casos ha habido vuelcos políticos en las elecciones generales. España, que está empezando a ajustarse ahora, no tiene tanta cohesión, por lo que la reforma estructural hay que motivarla con una ambición de futuro mucho más explícita. Esta ambición no puede ser otra que acumular el capital humano necesario para no quedar descolgados para siempre de los países que van en cabeza en la construcción de la economía del conocimiento. En este cuarto y último artículo voy a hacer una propuesta sobre cómo debería concretarse este proyecto. El proyecto puede resumirse en I+D+E+i+e, es decir, investigación y desarrollo, educación, e innovación y emprendimiento. Lo detallo a continuación.

Investigación y desarrollo

A los políticos españoles de cualquier pelaje se les llena la boca hablando de la necesidad de adoptar un nuevo modelo productivo y de acceder a la economía del conocimiento. No solo la boca, también llenan el BOE. En mayo de 2011 el 99% de los diputados del Congreso votó a favor de la Ley de la Ciencia, la Tecnología y la Innovación, en cuyo preámbulo se puede leer: “El modelo productivo español (…) se ha agotado, con lo que es necesario impulsar un cambio a través de la apuesta por la investigación y la innovación como medios para conseguir una economía basada en el conocimiento…”. Pura fachada. Cuando sus señorías votaron la ley, el presupuesto público para I+D se había reducido ya un 12,3% respecto a 2009. Se fueron los socialistas y llegaron los populares. ¿Qué fue lo primero que hicieron antes de irse a comer las uvas de Nochevieja? Recortar 600 millones del gasto en I+D. Llevamos ya un 22% acumulado de reducción respecto a 2009 y los firmantes de la Carta abierta por la ciencia en España, entre los que me incluyo, temen que en 2012 el acumulado podría llegar hasta el -30%. Esto hará retroceder la I+D por lo menos una década, porque hacer ciencia no es como hacer carreteras, cuya construcción puede interrumpirse un tiempo para continuarse después. Los científicos emigran y ya no vuelven, y hay que volver a empezar, pero la credibilidad se ha perdido. Así no hay manera de salir del atraso. España financió I+D+i en 2010 por el 1,39% del PIB. En 2011 se estima que la financiación cayó al 1,35%. La media de la UE-27 es el 2,3% y el objetivo del Consejo Europeo es el 3%. Estamos convergiendo… con Marruecos.
Hay una vieja máxima que dice que, si te caes en un hoyo, no te pongas a cavar. Pues cavar es lo que se ha hecho en España en las recesiones pasadas y en la presente. El gasto en I+D parece tener la consideración de gasto suntuario: en las recesiones es lo primero que se recorta, junto con las fiestas de verano de los pueblos y la limpieza de las calles. Es el mundo al revés. Ante fuertes restricciones presupuestarias como las actuales, se tendría que recortar antes el gasto en pensiones que en I+D porque este último es lo único que puede asegurar el pago de las pensiones futuras. En otros países europeos esto se entiende bien, y el gasto en I+D está subiendo. Aquí está bajando en picado. ¿Por qué? ¿Porque no da votos? Dios mío… ¿Cómo es que no ha habido un motín en la clase política ante la política suicida que se está aplicando? Seguimos cavando en el hoyo…

El gasto en I+D debe materializarse en un presupuesto vinculante
El gasto en I+D debería materializarse en un presupuesto plurianual vinculante, enmarcado en un plan a largo plazo que tuviese como objetivo alcanzar el 3% del PIB propuesto por el Consejo Europeo. En 2012 no solo no debería haber más recortes sino que, en el presupuesto que se presentará después de las elecciones andaluzas, debería enmendarse el recorte anunciado en diciembre pasado. Además, la I+D debería incluirse en los “sectores prioritarios” que tendrán oferta de empleo pública positiva en el ejercicio. En caso contrario, el nuevo modelo productivo y el acceso a la economía del conocimiento seguirán estando cada vez más lejos.

Educación

Al contrario que con la I+D, los principales problemas de la educación primaria y secundaria en España no son presupuestarios, sino de gestión y orientación. Esto lo pone de manifiesto, por ejemplo, el sonrojante informe PISA para la Comunidad Canaria publicado por la OCDE la semana pasada, de lectura muy recomendable. Al contrario que con la I+D, ninguneada por una terrible indiferencia política y social, la educación suscita debates encontrados y es campo de batalla favorito para la pinza formada por Indíbil y Mandonio y los sindicatos (conceptos estos definidos en el tercer artículo de esta serie) para tratar de bloquear cualquier reforma que altere el status quo.

Los centros educativos deben ser evaluados periódicamente
Las reformas necesarias en la educación pública primaria y secundaria responden a principios de gestión que pueden resumirse en tres palabras: responsabilidad, evaluación e incentivos. Los directores de los centros deben ser responsables de la ejecución de su proyecto educativo. Su gestión debe ser evaluada por las autoridades educativas e incentivada económicamente y con promociones en la carrera docente. Los profesores deben ser responsables de la formación de sus alumnos. Deben ser evaluados por el director de su centro y esa evaluación debe afectar a sus emolumentos y a su promoción en la carrera docente. Los centros deben ser evaluados y la evaluación debe hacerse pública. Debe haber libertad de elección de centro educativo público.
La aplicación de estos sencillos principios a la gestión de la enseñanza pública provocaría una rápida mejora de su calidad y de los resultados obtenidos. Hay motivos para la esperanza. En algunas comunidades autónomas, por ejemplo Madrid y Cataluña, se están dando pasos muy importantes en esta dirección. La Ley de Educación de Cataluña (BOE de 6 de agosto de 2009), también de recomendable lectura, asume la mayoría de los principios del párrafo anterior, aunque su plazo de aplicación, ocho años, es demasiado largo. Madrid ha sido pionera en la evaluación de los centros y en adoptar la libre elección de centro. También ha dado pasos valientes para fomentar la excelencia.
Todas las comunidades deberían avanzar en esta dirección, a pesar de la feroz resistencia que opondrán Indíbil y Mandonio, a quienes no interesa una educación pública de calidad, y los sindicatos, para quienes la evaluación del desempeño y la excelencia son anatema.

Innovación y emprendimiento

En Dinamarca hay cuatro veces más emprendedores por cada mil habitantes que en España. Comparaciones similares pueden hacerse con otros países líderes en innovación. Los emprendedores ¿nacen o se hacen?, es decir, ¿hay una diferencia genética insuperable entre daneses y españoles que explique las diferencias en emprendimiento? Yo me inclino a pensar que no, que las causas más relevantes son de tipo cultural y educativo y que, por tanto, se puede actuar sobre ellas. Esto no quiere decir, ni mucho menos, que sea tarea fácil. Cambios culturales espontáneos en nuestra sociedad ocurren continuamente —los jóvenes miran el ordenador, no la televisión, por ejemplo—. Los cambios culturales provocados son fenómenos mucho más raros y cabe preguntarse si son una buena idea. Pero ¿cuál es la alternativa? Como la alternativa es resignarse a seguir siendo el país del “que inventen ellos”, yo prefiero intentarlo. Además, la experiencia no tan lejana de la Transición nos dice que España sabe hacer un cambio cultural cuando lo necesita, y esto es muy alentador.

Es preciso un plan marshall para mejorar el capital humano
A grandes rasgos, se trataría de hacer con el capital humano lo que se hizo en España con el capital físico y, más concretamente, con la infraestructura del transporte, entre 1987 y 2007. Fue un esfuerzo extraordinario —a mi juicio, excesivo— que nos llevó a tener una de las mejores infraestructuras del transporte del mundo. Las actuaciones para mejorar el capital humano habría que planificarlas también a muy largo plazo, décadas, y necesitarían una aportación de recursos masiva. Un plan Marshall, para entendernos. El proceso tendría lugar en tres planos simultáneos, pero diferenciados.
En primer lugar, habiendo normalizado la gestión de enseñanza primaria y secundaria según los principios de gestión enunciados más arriba, se tendrían que reenfocar los proyectos educativos hacia la formación de innovadores, haciendo la enseñanza menos informativa y más analítica. Como señala Mangabeira Unger, catedrático de Harvard y exministro de Lula en Brasil, habría que utilizar, incluso en la enseñanza primaria, las características de la educación universitaria más avanzada. Para ello se tendría que formar al profesorado y organizar circuitos de excelencia que incluyesen a las universidades (en esta serie de artículos no voy a tratar del problema universitario).
En segundo lugar se debería organizar una red de fondos públicos y organizaciones tutelares a la que pudiesen acudir todos los españoles de edades entre, por decir algo, 18 y 30 años que tuviesen una idea potencialmente innovadora, aunque fuese muy modesta, para solicitar financiación y tutela. Esta red de fondos, como he discutido alguna vez con Luis Garicano, debería construirse a partir de experiencias exitosas y escalables, como las que ya empiezan a despuntar en algunas comunidades autónomas. La financiación y gestión privadas serían bienvenidas, aunque es poco probable que en este estadio tengan una presencia relevante. Esta red debería escalarse, con los años, a un volumen de financiación de varios puntos del PIB.
Y, en tercer lugar, debería potenciarse e incentivarse el crecimiento de una industria de capital emprendedor potente que apostase por los mejores proyectos surgidos de las incubadoras de la red mencionada en el párrafo anterior, financiando y orientando su crecimiento y expansión. El capital emprendedor o venture capital está mal visto en España, en donde se le denomina capital riesgo para desalentar a potenciales inversores. Los trámites burocráticos de constitución se eternizan y la fiscalidad que soporta es punitiva, rozando lo disuasorio. Esta cultura administrativa debería cambiar de inmediato, porque el capital emprendedor es una pieza clave en una sociedad orientada hacia la innovación, tal y como he ido argumentando en los primeros artículos de esta serie.

¿Juntos o separados?

Estoy seguro de que las propuestas contenidas en este artículo parecerán utópicas a muchos. La mala noticia es que quizás lo sean. No lo sé. Lo que sí sé es que si no se hace algo parecido a lo que propongo, en el mejor de los casos, es decir, si la crisis se termina en dos o tres años, España se convertirá en un país en el que, en términos comparativos, trenes de alta velocidad cada vez más rápidos transportarán a pasajeros cada vez más lerdos. En el caso más probable, es decir, si la crisis tarda entre cinco y diez años más en resolverse, los trenes de alta velocidad estarán cada vez más deteriorados y serán más lentos.
Hay más. Comunidades históricas como Cataluña y el País Vasco están predispuestas y bien posicionadas para abordar un programa de acumulación de capital humano de este tipo. La corte de Madrid y el palco del Bernabéu no lo están, para empezar porque no lo entienden, pero es que, además, porque son ellos los que construyen las infraestructuras del transporte. Indíbil y Mandonio, por una parte, y los sindicatos, por otra, tampoco van a estar por la labor. Este programa puede y debe arrancar como un proyecto de futuro integrador para toda España. Pero si no arranca así es muy probable que Cataluña y el País Vasco hagan de él bandera independentista y arranquen por su cuenta. Y no será una cuestión de nacionalismo, sino de supervivencia. No hace falta ser nacionalista para ser independentista: basta con querer soltar lastre. Como me dijo un amigo mío de Unió Democràtica de Catalunya: “Para ser de Unió no hace falta creer en Dios. Eso sí, hay que ser cristiano”. En esas estamos. 

martes, 20 de marzo de 2012

Consecuencias actuales de la guerra del Peloponeso

SERIE: ¿QUÉ PROYECTO PARA ESPAÑA?

Consecuencias actuales de la guerra del Peloponeso

Durante siglos, España ha sido una sociedad pesimista, refractaria al cambio

Para su transformación, es imprescindible apoyar la innovación

Batalla naval en el puerto de Siracusa (Sicilia), donde los espartanos derrotaron a los atenienses durante la segunda guerra del Peloponeso. / GETTY
Sostiene el físico David Deutsch que los humanos no somos todavía inmortales porque Atenas perdió la guerra del Peloponeso. La frase se las trae, y voy a dedicar la primera parte de este artículo a analizarla con algún detalle para introducir la noción de progreso. En la segunda parte discutiré el papel del progreso, en particular el del I+D+i y de su financiación, en un proyecto de futuro para España.
Me cambié el ordenador hace poco. El viejo se había quedado obsoleto y ya no podía con los antivirus y programas de oficina de última generación. Hice una copia de todos los archivos y programas que tenía en el disco duro y la trasladé al ordenador nuevo, en donde todo volvió a funcionar a gran velocidad. En otras palabras, en 15 minutos conseguí transmigrar el alma de mi renqueante ordenador viejo a mi nuevo y flamante cuatro-núcleos. Mi ordenador tiene un alma potencialmente inmortal: basta con cambiar el hardware de vez en cuando para tenerlo siempre joven, lozano y capaz de hacer cosas nuevas de manera ilimitada.
La inmortalidad del alma no tiene por qué ser una prerrogativa exclusiva de los ordenadores. Es concebible que un proceso similar al descrito en el párrafo anterior pueda realizarse con humanos dentro de algunas generaciones. Una copia del software cerebral —los muchísimos millones de interconexiones neuronales— podría trasladarse a un cerebro nuevo que controlaría un cuerpo también nuevo que alojaría a un alma, ahora sí, inmortal. No creo que haya leyes de la física que impidan este proceso. Si no lo estamos haciendo ya es porque no tenemos el conocimiento suficiente, es decir, que el problema que tenemos es técnico. Si el progreso continúa, la solución de cualquier problema técnico es una cuestión de trabajo y de tiempo. Conseguir la inmortalidad, en el sentido dado en este párrafo, depende de la continuidad del progreso.
Para desarrollarse, el progreso necesita una sociedad abierta y optimista
El progreso es una acumulación exponencial de conocimiento que resulta en una rápida sucesión de innovaciones. Hace un millón y medio de años los humanos descubrieron cómo afilar una piedra de sílex para hacer un cuchillo. Tuvo que transcurrir casi otro millón de años para que a alguien se le ocurriese que la piedra podía afilarse por los dos lados para hacer una punta de lanza. En 1903 los hermanos Wright pasaron a la historia por un vuelo de unos cien metros. Solo 13 años más tarde el Barón Rojo combatía en el cielo de Francia. En 1969, solo 66 años después de los Wright, Neil Armstrong paseaba por la Luna. Hace apenas medio siglo que sabemos de la doble hélice del ADN, y la medicina de base genética está ya muy desarrollada. Hace menos de un cuarto de siglo del primer mensaje por Internet, pero la web ya ha cambiado el mundo… Las innovaciones, fruto de la creatividad, una adaptación biológica de la especie humana, se aceleran cada vez más: se estima que en 2022 el 90% del acervo de conocimiento humano se habrá producido en la última década, o sea que aún no lo conocemos. ¿Es esta aceleración imparable? Si el progreso continúa, sí.
El progreso, como lo conocemos hoy, comienza con la Ilustración en el siglo XVIII. Se caracteriza por ser inseparablemente multidimensional —científico, tecnológico, social y moral—, potencialmente ilimitado, propio de la civilización occidental y… frágil. La fragilidad del progreso viene de que, para desarrollarse, necesita una sociedad abierta (en el sentido de Popper) y optimista (en el sentido de Deutsch). No puede haber progreso en una sociedad cerrada, regida por el principio de autoridad, en la que están estrictamente limitados los temas sobre los que puede haber debate e intercambio de ideas. No puede haber progreso en una sociedad pesimista en la que las innovaciones no son percibidas como oportunidades, sino como amenazas. El progreso necesita una sociedad abierta, de verdades provisionales, en la que se pueda debatir sobre si Dios juega a los dados, o sobre la conveniencia del matrimonio homosexual. Lo importante no es el tema, sino que pueda existir el debate. Salvo tres excepciones, todas las sociedades de la historia son y han sido sociedades cerradas y pesimistas. Las excepciones son la actual civilización occidental; la Florencia de los Médici, que fue muy efímera; y la Atenas del Siglo de Oro, cuyo optimismo fue aplastado por Esparta tras perder la guerra del Peloponeso. ¿Qué hubiera pasado si Atenas hubiese ganado la guerra? ¿Qué hubiera pasado si el optimismo ateniense se hubiese mantenido durante mucho más tiempo? Es posible soñar que el comienzo del progreso se hubiese adelantado varios siglos, que ya seríamos inmortales y que ya habríamos visitado las estrellas.
¿Qué hubiera pasado si el optimismo ateniense hubiera sobrevivido?
La relación de España con el progreso nunca ha sido fácil. Durante siglos la española ha sido una sociedad pesimista, refractaria a la innovación y vigilante ante los peligros que representaban las nuevas ideas que recorrían Europa. Pocos países han puesto tanto esfuerzo para evitar caer en la modernidad, y menos países aún han visto recompensado su tesón con tanto éxito. En un estudio sobre el rendimiento de la I+D publicado por la Comisión Europea a principios de febrero, España ocupa el lugar 21 entre 32 países europeos, por delante de Grecia y de Polonia, pero por detrás de Italia y Portugal. La nota media española de los 24 factores distintos analizados en el estudio no llega al 5 sobre 10, y la puntuación del factor que mide la capacidad de emprendimiento de la sociedad no llega al 2,5 sobre 10. Esto no hace más que confirmar lo que ya se sabía por otros estudios como el Pisa, para la educación, o el del Foro Económico Mundial, para la competitividad: España está atrasada. Da vértigo pensar que este diagnóstico es el mismo que el que hizo Jovellanos en el siglo XVIII, pero el atraso es un concepto relativo —los países de nuestro entorno han avanzado más—, la realidad es tozuda, y ahí estamos. Superar este atraso, incorporando a España de manera activa al flujo del progreso, debe ser el objetivo destacado de un proyecto de futuro para España que dé perspectiva a los esfuerzos necesarios para superar las dificultades del presente.
Pocos países han puesto tanto esfuerzo como España para evitar caer en la modernidad
En una economía globalizada como la actual, España no tiene más remedio que apostar con decisión por la I+D+i. La alternativa es competir por costes con Vietnam o con Marruecos. Esta apuesta no es trivial, porque para conseguir resultados significativos se necesitan cambios culturales muy importantes tanto en el sector público como en el sector privado. Vayamos por partes.
A todos los gobernantes españoles, de uno u otro signo y de cualquier nivel de la Administración, se les llena la boca con expresiones rimbombantes como cambio de modelo productivo o acceso a la economía del conocimiento. Es verdad que, en tiempos de abundancia, las partidas presupuestarias de I+D+i crecen pero, en tiempos de escasez, son las primeras que se recortan. Son como las flores en el recibidor: lucen bien y causan buena impresión, pero son prescindibles. Aquí hay un grave problema de comprensión. La investigación básica y sus desarrollos necesitan mucho tiempo para madurar y precisan una financiación consistente. Debería financiarse algo menos cuando las cosas van bien —algunos créditos presupuestarios se quedan sin gastar—, pero debería mantenerse la financiación cuando los tiempos van mal. La montaña rusa a la que acaba siendo sometida la I+D+i en los presupuestos públicos españoles provoca la emigración de científicos y la ralentización de la investigación. También los incentivos públicos al sector privado están mal diseñados, como explico a continuación.
Da vértigo pensar que este es el mismo diagnóstico que el que hizo Jovellanos en el siglo XVIII
El principal estrangulamiento para la innovación en España no proviene del sector público, sino del sector privado. En el primer artículo de esta serie distinguí entre gerentes, empresarios y emprendedores. Los primeros ejecutan un plan de negocio, los segundos añaden una visión de futuro de su empresa y los terceros añaden una visión de futuro del mundo. Una clasificación semejante entre los financiadores de la actividad económica lleva a distinguir entre banqueros, banqueros de inversión y financieros. El banquero necesita garantías y, por tanto, financia solo a los gerentes y a los empresarios solventes. Los banqueros de inversión van a comisión: financian a los empresarios siempre y cuando los mercados financieros tomen el riesgo. Y los financieros financian a los emprendedores, especialmente en sus primeros pasos cuando estos últimos son, típicamente, insolventes. Los financieros arriesgan su patrimonio porque comparten la visión del emprendedor y creen que pueden hacer que el mundo cambie en la dirección propuesta. Pues bien, en España hay muchos banqueros y suficientes banqueros de inversión, pero apenas hay financieros. Este es el verdadero estrangulamiento de la innovación en España: sin financieros, Gates nunca hubiera sido Gates ni Jobs hubiera sido Jobs. En España hay emprendedores —no muchos—, pero los que hay tienen grandes dificultades para financiarse.
La escasez de financieros en España se debe a dos tipos de razones. La primera es cultural, y a lo dicho sobre ello en el primer artículo de esta serie habría que añadir el exagerado miedo al fracaso que existe en la sociedad española. Un financiero acostumbra a fracasar en un porcentaje relevante de sus inversiones, pero con las que acierta gana mucho dinero. Por esto la inversión en capital emprendedor —mal llamado en España capital “riesgo”— se hace a través de carteras diversificadas. Esto, en nuestro país, sigue sin entenderse.
El estrangulamiento de la innovación viene del sector privado, no del público
La segunda razón es de incentivos. La fiscalidad que soportan los financieros en España es punitiva y disuasoria. En nuestro país los incentivos fiscales para I+D+i se canalizan como desgravaciones en el impuesto de sociedades. Para poder beneficiarse de ellas, las sociedades tienen que tener beneficios. Esto ocurre en las grandes inversoras en tecnología, como Telefónica, Indra y otras, pero no ocurre en los comienzos (start-up) de una empresa tecnológica innovadora. Este tipo de empresas, esenciales para impulsar la innovación, pueden tardar varios años en tener beneficios o en ser vendidas con beneficios para sus financieros. Estos últimos están discriminados respecto a las empresas grandes y deberían ser incentivados con un régimen de transparencia que hiciese llegar a sus bases imponibles los créditos fiscales que generan sus inversiones. Este régimen podría extenderse, como ocurre en Francia y otros países de nuestro entorno, a las personas físicas. Esto no sería ningún privilegio: tan solo les igualaría con los incentivos a la I+D que reciben las empresas consolidadas. El ministro de Hacienda debería reflexionar muy seriamente sobre esta propuesta. Tal y como espero haber explicado en este artículo, nada menos que la inmortalidad del alma puede acabar dependiendo de las decisiones que adopte.
César Molinas, matemático y economista, es barcelonés de nacimiento y madrileño de adopción. Ha sido académico, gobernante y banquero de inversión. Actualmente se dedica al capital-riesgo en biomedicina y a la consultoría.

lunes, 19 de marzo de 2012

¿Existe el 'problema catalán'?

¿QUÉ PROYECTO PARA ESPAÑA? / 3

¿Existe el 'problema catalán'?

España necesita un proyecto de futuro más audaz, motivador y urgente que otros países europeos para salir de la crisis

Grabado de las guerras carlistas
Se cumplieron el año pasado 90 años de la publicación de La España invertebrada, uno de los libros más odiados por el españolismo ultramontano. Vale la pena releerlo, porque es un nonagenario lleno de frescor y actualidad (iam senior, sed cruda deo viridisque senectus, escribió Virgilio).
En este artículo voy a argumentar que España, para salir de la presente crisis, necesita un proyecto de futuro más audaz, más motivador y más urgente que otros países europeos. La razón es que la cohesión nacional es, comparativamente, muy baja, y que para superar los obstáculos del presente hace falta un fuerte estirón desde el futuro. En primer lugar discutiré la experiencia nacional de España partiendo de la idea de nación de Ortega. A continuación analizaré las importantes diferencias que tiene España como Estado-nación con otros países de nuestro entorno como Francia o Portugal. Por último, resaltaré el carácter anacrónico de la construcción nacional en pleno siglo XXI y defenderé que el mencionado proyecto tiene que poner el énfasis en la construcción de una sociedad que maximice las oportunidades que se les ofrecen a los individuos.
Para Ortega, una nación se define por un proyecto de futuro con capacidad integradora, dirigido por un pueblo con autoridad para mandar. Es un concepto muy amplio que incluye, por ejemplo, al Imperio romano (nación latina dirigida por Roma). España tuvo ese tipo de proyecto, por lo menos hasta el siglo XVII, vertebrado por una Castilla que sabía mandar y mandaba. La historia de una nación es la historia del proceso de integración, mientras el proyecto de futuro se mantiene vigoroso, y también la historia de la desintegración, cuando el proyecto desfallece. Una nación también puede verse como un equilibrio entre fuerzas centrífugas, que siempre permanecen vivas, y la fuerza centrípeta que emana del proyecto integrador. Cuando esta última se debilita, porque el proyecto se agota, las fuerzas centrífugas se manifiestan con todo su potencial. En el siglo XVII el proyecto español se anquilosa porque las clases dirigentes se vuelven inmovilistas y reaccionarias (en el primer artículo de esta serie, España, capital Madrid, di una explicación braudeliana de este proceso basada en la geografía: hay, por supuesto, otras explicaciones, complementarias o alternativas). Esta es la historia de España desde entonces: primero se va Flandes; luego sigue Nápoles; más tarde marcha América; a continuación, Filipinas y Cuba; también las provincias africanas, y ahora Cataluña y el País Vasco se lo están pensando… Es llamativo que no hubiera un diagnóstico certero de lo que estaba ocurriendo hasta 1921, y es significativo que, una vez publicada La España invertebrada, cayese sobre ella un espeso manto de silencio. Así que se sigue hablando del problema catalán evitando extraer denominadores comunes con el problema filipino, el problema americano o el problema flamenco. El problema no está en las fuerzas centrífugas, que siempre han estado ahí, sino en la fuerza centrípeta, cuyo atractivo integrador se perdió hace siglos.
En 1939 España devino una “unidad de destino en lo universal” en la que los protocatalanes Indíbil y Mandonio ya encarnaban hace dos milenios las esencias patrias de una España eterna e inmutable. Que todo esto fuese risible desde cualquier perspectiva histórica seria no fue óbice para que este milenarismo fantasioso se consolidase como el paradigma desde el que un sector de la población española —el que tiene como intelectual orgánico a la Iglesia católica— concibe pasado, presente y futuro. En lo que sigue —y con el único ánimo de abreviar— me referiré a este sector como “Indíbil y Mandonio”. Sus concomitancias con la base social del capitalismo castizo son muy grandes. Su alianza estratégica con la izquierda aglutinada en torno al movimiento sindical —en adelante, “los sindicatos”— para hacer fracasar la reforma estructural es una de las claves para entender la política de fondo de la España actual. La pinza reaccionaria formada por Indíbil y Mandonio y los sindicatos para defender el statu quo —en adelante “la pinza”— es el mayor obstáculo que tiene que superar cualquier programa coherente de reforma estructural. Pero dejo esto para más adelante, en el cuarto y último artículo de esta serie, para concentrarme ahora en otro tipo de obstáculos que tiene que afrontar dicho programa: la débil cohesión resultante de las peculiaridades de la construcción de España como Estado-nación.
En el siglo XVII las clases dirigentes se vuelven inmovilistas y reaccionarias
En un artículo publicado en EL PAÍS en 2009, España y la Historia (así, con mayúscula) defendí la tesis de que España, como Estado-nación, se quedó a medio cocer. El porqué hay que buscarlo en el papel que ha tenido la guerra en la construcción de las naciones. La guerra, terrible como es, ha sido un motor importantísimo de la innovación, de la tecnología, de la investigación fundamental y del cambio social y moral. En apoyo de esto último, quizás lo más llamativo de la frase anterior, recuerdo el pensamiento de Sartre tras Hiroshima y Nagasaki: “Al abrir por primera vez la posibilidad del suicidio colectivo, la bomba nos hace definitivamente libres”. Si no fuese por la guerra —repito, terrible como es— todavía seríamos monos. La idea de nación aplicada al arte militar permitió a Napoleón extender las levas al conjunto de la población y así movilizar ejércitos de tamaño nunca visto hasta entonces. Hubo más muertos en cualquier batalla napoleónica que en todas las batallas del siglo XVIII tomadas conjuntamente. Otras potencias europeas, para poder defenderse en igualdad de condiciones, tuvieron que recurrir a la misma idea que, por revolucionaria y francesa, por supuesto detestaban. De este modo, la capacidad de movilización de la población se convirtió en la clave de bóveda de la estrategia militar del siglo XIX. Para incrementar el poder militar del Estado se tenía que fortalecer a la nación y para eso se tenía que aumentar la cohesión nacional. La escolarización obligatoria, las pensiones para la vejez y otras medidas que entran dentro de lo que hoy en día se conoce como “conquistas sociales” se introdujeron, lo que son las cosas, en la Prusia bismarckiana como elemento clave de una estrategia militar a largo plazo. Otros Estados europeos no tuvieron más remedio que unirse a esa escalada militar, y así nació lo que hoy en día conocemos como el Estado de bienestar.
Los Estado-nación modernos se cocieron en el fuego de las guerras europeas de los siglos XIX y XX. Por decirlo deprisa y mal, Francia se hizo francesa matando alemanes, y viceversa. Las guerras contra el enemigo exterior son muy cohesivas y, como resultado de estas guerras, se fraguaron unos Estado-nación muy cohesionados, es decir, con fuerte sentido del Estado y del interés general, capaces de abordar empresas nacionales con el apoyo muy mayoritario de la población. Mientras todo esto sucedía en Europa, en España nos dedicábamos a matarnos los unos a los otros en una cruenta sucesión de guerras civiles: tres guerras carlistas en el siglo XIX y una guerra civil en el XX que dejó tras de sí un millón de muertos. Las guerras civiles no son cohesivas, sino divisivas y por ello no es de extrañar que el grado de cohesión que muestra España sea mucho menor que el de, por ejemplo, Francia o Alemania. En España la noción del interés general, o nacional, es débil, y apenas hay políticas de Estado: el aborto es o no delito dependiendo de quien gobierne; las prioridades de la política exterior cambian con el Gobierno de turno; también las educativas; no ha sido posible consensuar las reformas estructurales más importantes (pensiones y mercado de trabajo) que han acabado siendo utilizadas como arma electoral por el partido entonces en la oposición… España no ha llegado a ser un Estado-nación moderno porque le falta la cohesión interna necesaria para serlo. Una comparación con Portugal, país que tiene una fortísima cohesión, a pesar de no haberse visto involucrado en ninguna guerra europea en los dos últimos siglos, sugiere que el problema español no viene tanto por la falta de ardor guerrero en el exterior como por el exceso de ese ardor que hemos tenido en el interior.
Así las cosas, España se enfrenta a una crisis profundísima en la que cabe distinguir dos niveles. Por una parte hay un componente cíclico, que afecta de manera desigual a todos los países del mundo. España es uno de los países europeos más afectados porque en tiempos de bonanza no hizo las reformas que ya entonces se sabían necesarias: mercado de trabajo, pensiones, Justicia, Administración(es) Pública(s), enseñanza, cajas de ahorros, energía, vivienda… El espejismo de la burbuja inmobiliaria, la feroz resistencia de la pinza y la incomprensión, cuando no cobardía, de los Gobiernos nos han llevado a una situación que no solo es muy mala, sino muy susceptible de empeorar. Los gobernantes del PSOE se fueron sin explicitar un diagnóstico de lo que nos estaba ocurriendo. Yo creo que, en su aturdimiento, no lo tuvieron nunca. Entraron los del PP y tampoco parecen saber qué nos pasa. Hacen —dicen— lo que manda Bruselas. Y reforman el mercado de trabajo —más bien que mal— y suben los impuestos y recortan los gastos —más mal que bien—, pero sigue sin haber un diagnóstico creíble de la crisis más allá de que la culpa de todo la tiene Zapatero.
El problema no está en las fuerzas centrífugas, sino en la fuerza centrípeta
Más importante todavía: no hay un plan de futuro que aclare hacia dónde nos dirigimos e ilumine el camino que debemos recorrer. El desconcierto de la población, desde el #nimileurista hasta el empresario, es total y, dada la previsible larga duración de la crisis, raro será que este desconcierto no se transforme en resistencia. Portugal está llevando a término un durísimo programa de ajuste dictado y controlado por la troika europea y el FMI. Aunque tampoco saben adónde van, la población está demostrando una disciplina férrea porque la cohesión nacional es muy grande. Es probable que el programa consiga la estabilización macroeconómica, que es lo que pretende. Yo no veo a España haciendo una cosa así.
La Transición fue un éxito porque había ambiciones explícitas que cohesionaron a la población: democracia, Europa, Estado de bienestar. Enfrentarse a los retos actuales requiere ambiciones nuevas, articuladas en un programa que, por las razones expuestas hasta aquí, debe ser más audaz y motivador que el que puedan necesitar otros países de nuestro entorno. A este programa dedicaré el próximo, y último, artículo de esta serie.
En España la noción del interés nacional es débil, y apenas hay políticas de Estado
El segundo nivel de esta crisis, más profundo que el primero, tiene que ver con los cambios que ha sufrido el mundo desde la caída del muro de Berlín en 1989. Los cambios han sido muy importantes en lo económico, en lo social, en lo militar y en lo político.
En lo económico ha habido una rapidísima globalización que, unida a la disciplina monetaria impuesta por el euro, ha puesto muy difícil que España pueda competir por costes en la economía global. No nos queda más remedio que apostar por otra cosa. En lo social, la implantación de Internet y de la web incrementa exponencialmente las interacciones entre humanos y, como consecuencia, provoca una mayor aceleración de las innovaciones y del progreso en todas sus dimensiones: científico, tecnológico, cultural y moral.
En lo militar, al cambiar la naturaleza de la guerra, se han profesionalizado, reducido e, incluso, privatizado los ejércitos, cuya actividad bélica no depende ya de la capacidad de movilización de la población. Eso quiere decir que la cohesión social y el Estado de bienestar tienen ahora menor importancia estratégica militar que en los siglos XIX y XX. Y, en lo político, las tareas de construcción nacional propias de la Edad Moderna han quedado anacrónicas: los Estados-nación no desaparecerán, pero perderán competencias tanto por descentralización como por centralización en organismos supranacionales. Esto está ocurriendo ya en Europa y es algo de lo que deberían tomar buena nota nuestros nacionalismos peninsulares.
En este contexto más global y con menos certidumbres personales, políticas y sociales, el programa que España necesita debe poner el énfasis en maximizar las oportunidades que se ofrecen a los individuos; en fomentar su iniciativa y su creatividad; en devolverles la responsabilidad sobre las decisiones que tomen o dejen de tomar sobre sus propias vidas; y en mantener una red de protección social que, sin desincentivar el esfuerzo personal, garantice las igualdades básicas de los ciudadanos frente a la educación, la enfermedad y la vejez. J
César Molinas, matemático y economista, es barcelonés de nacimiento y madrileño de adopción. Ha sido académico, gobernante y banquero de inversión. Actualmente se dedica al capital-riesgo en biomedicina y la consultoría.